martes, 7 de diciembre de 2010

El amor platónico en medio de la calle juega a los bolos con sus pelotas


Acrílico, punta seca sobre metacrilato, tinta calcográfica, rotulador y collage / 25 x 30 x 2,7 cm.


El que le da vueltas acaba por vomitar

Al la edad de doce años, recuerdo, la vida me brindó una de mis primeras revelaciones. Al preguntar, con aparente ingenuidad, al profesor de filosofía, qué era aquello del Amor Platónico, éste respondió sabiamente: es el Amor que uno siente por sus pelotas. No sé porqué, al menos en ese instante no lo supe, inmediatamente asocié semejante aseveración al movimiento. Instantes después se desplegó ante mí toda cosmogonía, pensé en todos los modelos celestes; Ptolomeo, Galileo, Copérnico, Kepler…Todo ante mí como una revolución de sólidos y poliedros, todos en su danza fantástica. El universo entero se descubría en esa pequeña e insignificante escena iluminada por la pálida luz que se colaba por las cortinas sucias de la sala de profesores. Afuera todo ese universo antes detenido, galopaba en sus instantes continuos. Comprendí esa parte del tiempo y como se asociaba al movimiento. Comprendí que en el mismo momento de la ensoñación, otros niños jugaban a la pelota (se oía estrellar sucesivamente contra el suelo) y al mismo tiempo un reloj despertador sentenciaba el sueño de un nipón.  
El primer paso posterior a la ensoñación infundó en mí una duda: ¿el pasado es estático o se mantiene en movimiento? Al menos en movimiento lo recordamos –pensé. Pensé en las razones filosóficas, en la metafísica, en la objetividad, en la relatividad, en la subjetividad. Finalmente me pregunté: ¿y es qué, en definitiva, no está todo el mundo capacitado para jugar a lo que quiera con sus pelotas?    

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