domingo, 24 de abril de 2011

Breve antología de las desapariciones


Maquinita
 
Hay una maquinita que desaparece a la gente. Pero no la desaparece a secas, la desaparece del todo, metafísicamente; cuerpo y alma. Y lo hace, eso sí, masiva e indiscriminadamente. No importa el canal y no respeta ideología, ni control, ni sofá, ni anteojos. Está ahí y simplemente te desaparece.

El filósofo Ángel Valencia de Samos afirmaba en el libro Machina; viaje del hombre a través del tiempo, que todo desaparece a través del tiempo, todo desaparece constantemente en y con el pasado. El futuro aparece y el pasado desaparece, dejándonos instalados inevitablemente en un instante, en un lapso brevísimo: el presente, donde todo está aconteciendo.
El primer capítulo lo dedica a diferentes ideas del tiempo, en la que incluye la idea de espiral, de tiempo circular y su relación con El desaparecer.
Ya la escuela Mecanicista con Empédocles, Leucipo y Demócrito, dio pistas de lo que Valencia de Samos reencaucharía en sus estudios. Empédocles considera que aquello que los hombres llaman hacerse y desaparecer, no es más que mezclarse y de nuevo separarse.
Para los lúcidos Mecanicistas un tipo de idea de tiempo en forma circular es un acierto brillante. Hoy, la idea retomada por otros autores no es más que verborrea anticuada, palabrería obsoleta e ideología trasnochada.
Esto sólo demuestra, si se revisa adecuadamente, que los estudios de Valencia de Samos se reducen a una mezcla de filosofía y paranoia elemental de un individuo aislado y desocupado. Hay que admitirlo, Valencia de Samos era un cretino y un desocupadinche. Más que un espritualista era un esquizoide y un compulsivo.
Después de terminar sus estudios de filosofía partió en busca de lo que llamaba “la hibridación de hibridaciones”; la mezcla mística y metafísica de culturas ancestrales. Pasó un largo periodo de tiempo en la región del Himalaya comiendo peyote y conviviendo con monjes budistas. En una incursión al lago Khomen Tso, tras caer al suelo, agotado, fue devorado por unos buitres del género Gyps Himalayensis. Dicen que en realidad él se comió a los buitres y que murió días después a causa de una intoxicación provocada por la ingestión de una morcilla podrida. Otros dicen que cayó al lago y que, con todo el peso de los libros leídos, se hundió sin remedio, pues muy a pesar de ser un hombre cultivado no sabía nadar. Otra versión, la más mística quizás, afirma que estando en estado de trance se fue corriendo a través de las montañas, conoció a un yak que se encontraba pastando y felices juntos se fueron a volar por las estrellas.

Si no se tiene un maquinita el trámite es muy sencillo, sólo es cosa de desplazarse hasta el lugar y observar bien la pared cubierta de los cubículos con sus cajoncitos luminiscentes. Se escoge, se paga y el trámite queda resuelto.
Cuando la gente ya no quiere hacer nada, cuando las ilusiones y las esperanzas se esfuman, es cuando deciden sentarse. Ponen a funcionar la maquinita y desaparecen del todo, metafísicamente; cuerpo y alma, por más que algunos se empeñen en afirmar lo contrario.



Por donde se pierden las niñas que van de excursión 

Los datos recopilados en el libro La estrigrafía descarriada del lugar extraviado de Hans Norton Green, seudónimo de Chang Tiang Hoo, nos remiten a los informes que sitúan los primeros estudios en un pequeño paraje cercano a la villa de Oplontis. Se habla de algún tipo de establecimiento o recinto que se puede encontrar, si es que se le puede ver, pues dicen no es observable para cualquiera, al final de una calle o callejón. El rumor popular señala que se trata de una especie de lupanar o residencia de mujeres que dedican su existencia a labores ociosas y deliciosas.
El caso es que se sabe poco y lo poco que se sabe en muchos casos es contradictorio. Lo que sí sucede sin duda es que se menciona la calle (y su respectiva residencia al final de la misma) en casos variados y paralelos. Green habla de la multiplicidad de historias expuesta por R. Feynman.  Así, una calle y un lupanar en la periferia de Oplontis también se repiten en un suburbio de Ulan Bator, en el centro de Bucarest, en las proximidades de Hanoi y en medio de un oasis en el Sahara. Cierto es que, si bien los primeros informes se sitúan en las cercanías de Oplontis, cronológicamente la consecución de los hechos data del mismo tiempo y espacio en lugares diferentes. Vulgarmente dicho, sucede exactamente el mismo acontecimiento al mismo tiempo en lugares distintos.
Para los estudiosos de la papaya, fruta esencial en la dieta de cualquiera que ose adentrarse por el callejón hasta la hospitalidad de la casa, existen pruebas contundentes que despejan cualquier duda; al menos al respecto de la ubicación del lugar, aunque sí es cierto que la acelerada expansión de las pepitas magnifica el perímetro de localización y dificulta su estudio. Algunos afirman simplemente haber visto únicamente una luz de neón titilante –eso y nada más. Otros afirman que entre la calle San Telmo y la calle Piedad, que finalmente conduce a nuestro callejón, se han encontrado en extrañas circunstancias los restos de unos melocotones en almíbar,  cuadernos de notas con letras ilegibles, paquetes de pan Bimbo, galletas de chocolate, mochilas vacías y zapatos de tacón.
Lo curioso del asunto es que cerca del final de la calle Piedad, exactamente al principio del callejón, se percibe un cambio extraño; -es como una ventana, un umbral delirante donde los sentidos se precipitan y la conciencia toma un desvío en al camino de la razón y la cordura- afirma Osvaldo Téllez, habitante de la zona que dice haber llegado hasta una puerta y con suerte haber regresado. -Si por ahí se pierden las niñas que van de excursión, no menos los hombres que las persiguen seducidos por su penetrante olor a jazmín. Antes de ingresar en el territorio final hay que pasar por la puerta, presidida por dos grandes figuras de metal, dos monstruos con cuerpo de lagarto y dragón, cara de pez, alas de cisne y cola de león; mueven la cola, los ojos orbitan y sacan la lengua con simultaneidad matemática- relató Téllez en un diario local.
Lo cierto es que las niñas se acercan incautas, se pierden adentrándose y no regresan nunca.
El francés Antoine de Lebray, hermano del antropólogo Eugene de Lebray, cuando vio a su pequeña hija perderse en medio de la neblina y por el callejón, simplemente exclamó: ¡¡MERDE!!



El tonto del paseo 

En Cuanajo, estado de Michoacán, hay una calle para ir pero no para venir y hay niñas y niños que juegan al “tonto del paseo”. El juego consiste en escoger y mandar por la calle al más tonto, que se va y, como es una calle para ir pero no para venir, nunca vuelve.
El tradicional juego se remonta a los orígenes del pueblo. En aquel tiempo se trataba de una contienda entre el grupo de los niños y el grupo de las niñas. Así, mutuamente, jugaban al “tonto del paseo”. Con los años el juego se complicó, y los dos grupos, con sus inquietudes y abrumados por el tedio, decidieron modificar las reglas del juego; cambios a los que nadie se interpuso y reglas que han ido cambiando a lo largo del tiempo. Hoy en día el juego consiste en elegir a los turistas incautos y con caras de tonto y, con señas erróneas, hacer que se desvíen calle adentro. Hecho que provoca en los niños sobresalto y euforia. Cuando un niño llega a su casa, se puede ver su entusiasmo. No más abrir la puerta dice mamá seis, y su madre, que antaño jugaba, entiende y lo celebra con sopa de papa y un biscochito.
En vacaciones se van a la boca, en la esquina toman helado y esperan con impaciente paciencia. Entonces llegan los otros con sus vestiditos fulgurantes que los delatan y los niños con regocijo contenido juegan al “tonto del paseo”.
Llegado el momento exacto dan las señas con sus deditos afilados y mandan al turista que se va, calle abajo, y no regresa nunca. Entonces los niños sonríen, saltan y bailan y dan gritos de alegría.



Cuando llega el antojo

Cuando llega el antojo, llega el antojo. Entonces ahí voy a casa de los Fernández que es una casa para despedirse. Voy, saludo, tomo café con galletitas, estoy un rato, luego me despido y desaparezco.
En este pueblo se puede desaparecer de dos maneras; una, con despedida, como donde los Fernández. De la otra, que se hace sin despedida, se encargan los jefes del gobierno que está de turno. Una vez firmada la orden mandan a sus agentes y ellos se encargan del resto. Toman al elegido y se lo llevan por esa calle que todos conocen y ahí desaparece sin despedirse.
Lo bueno, según dicen, es que de la segunda manera se desaparece para siempre y sin dejar indicios, lo que es bueno si se quiere desaparecer de verdad. Y al parecer hay gente que así se lo toma y sencillamente desaparece. Otros, como yo, prefieren despedirse y van donde los Fernández.

Lo cierto es que el hecho es cierto y la verdad es que esa circunstancia divide a las personas del pueblo en tres grupos: los que saben exactamente lo que ocurre, los que saben exactamente lo que ocurre pero calladitos como si nada, y los que lo ignoran totalmente. Y mientras tanto ahí se suceden los casos y ahí los tres grupos.
El día amanece con sol y sin nubes y los agentes del gobierno se ocupan de sus cosas como si hace tiempo. Y a mí de repente me vuelve el antojo y voy a casa de los Fernández, otros se van para misa y otros al parque. El último acontecimiento: las niñas del San Clemente; a quienes, por su incorrecta conducta y una vez firmada la orden, se las llevaron de paseo.


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